¿QUIÉN PUDIERA VIVIR COMO UN CARTUJO?
CUANDO LA NOCHE se hunde por el
centro y en su fondo tenebroso aletean la maquinación, el crimen, el dolor y la
zozobra, el placer y la muerte, en un rincón
ignorado de la tierra, duermen la encina y el pinar, la viña, el
huertecito y el olivar, gime la campana de un monasterio llamando a Maitines.
El eco se desliza cálido por las celdas del convento.
Vestido se levanta el monje de su
lecho de roble y heno. Con la señal del
amor infinito cruza su pecho. Abre la puerta que amorosa chirría, y cubierto
con la capucha, dirige sus pasos por el embovedado claustro que le guarece de
la lluvia que está cayendo en la fría noche de invierno. Va camino del coro. Su
sitial le espera, cual navecilla, en donde noche tras noche, se adentra en el
mar misterioso de la gracia para intercambiar con Dios millones de plegarias y
perdones.
Arroja el monje su voz al Cielo como escala a castillo roquero: Sube su canto armonioso.
Baja la gracia del Cielo y se extiende hasta donde llega el eco de la campana con la esperanza de encontrarse
de cara con el eco de la campana de otro monasterio.
TERMINAN los Maitines sin que la noche
haya salido aún del abismo del tiempo. Repisa el monje las frías huellas del
claustro, hundiéndolas por el peso, a cuestas lleva un trozo de Cielo, al
tiempo que sus pasos las borra, tan poquito le pesa el cuerpo. En el patio del
claustro sigue lloviendo.
Entra de n nuevo en su celda caliente, más por las propias
vivencias, que por el fuego. Hace un duermevela hasta la hora del alba, que
tímida golpea los cristales de su ventana llamándole a la oración. Ahora se
queda en la celda y arrodillado en el duro suelo, contempla la imagen de Dios,
y como para Dios es suficiente ser limpio de corazón para verle, le brota en el
pecho una hoguera de amor hacia lo eterno, que le hace ver en su justa medida
todo lo temporal y perecedero. Sigue su ruta mental hacia el Cielo y con su
silencio hecho palabra de diplomático del Cielo, gestiona el monje con Dios la
salvación de un puñado de hombres, a trueque de un grano de incienso, (En tan
poso valora su vida). El humo ciega los escrutadores ojos de Dios, que ya no
puede ver maldades y a ciegas tiene que conceder perdones. (Misteriosas reglas
del juego de la gracia) ¡¡Si cada piedra del camino fuera un grano de
incienso!!)
Del Cielo le hace bajar el eco de la campana. A Misa le llama
– palabra y cosa tan depreciada y manida – pero que al monje le suena a
sentencia de muerte divina.
De nuevo dirige sus pasos a la capilla, la lluvia sigue
cayendo. Solo, sin público y sin acólito que dé testimonio del ajusticiamiento,
sin prisas y como quien teje con hilos infinitos los corporales, hace caer en
ellos al Cordero. Con un Dios hecho
carne se entabla un misterioso forcejeo, y en el diálogo encarnizado, va
clavando en su Dios, puñales de plegarias y en las heridas esconde los pecados
propios y ajenos. Su Dios se le marcha; pero la tierra ha quedado sembrada de
fuego, de campos de lirios, de frutos eternos. El monje se realiza y queda
contento porque ha hecho algo grande por sus hermanos.
MÁS TARDE, un frugal desayuno, ayuno, alegra un poco el cuerpo, que no pocas
veces, también es buen compañero, aunque de vez en cuando, recordando su origen
rastrero, se enrosca por todo el monje, haciéndole casi caer al suelo, que el
monje también es de carne y hueso. El miedo a la caída le produje escalofríos y
de ellos, saca unos alfileres para ir claveteando las alas de su alocada imaginación.
Sereno y reconfortado por la propia victoria se dispone al
trabajo. Así le vemos alejarse del
monasterio con su azada al hombro y el hábito de color hueso con paso
tranquilo y sembrado rezos, porque la tierra hay que pisarla, de vez en cuando,
con santidad, que bastantes pecados tiene enterrados dentro.
Cuando llega a su trozo de campo, ya ha brotado la primavera
y en extensas praderas, cabecean los trigales, mientras el monje arranca acá y
allá las malas hierbas. Al clavar su azada en la tierra, la siembra con el
deseo de que cuantos la pisen, no queden atrapados y salten a tiempo de ella.
El encorvado monje se endereza para dar un respiro, se seca el sudor y en ese
rato de ocio no le deja su imaginación.
“¿Soy feliz?... y eso ¿Qué es?
“Yo no disfruto de la vida; pero…¿Es que la vida tiene mayor disfrute que saberla vivir
sencillamente?
“El ser monje está anticuado. ¿En la forma? Posiblemente. En
el fondo…mientras la tierra dependa del Cielo, lo mío es de plena vigencia.
¿Es que la tierra ha llegado a su plenitud y no necesita del
Cielo?... Cuanta más plenitud, más dependencia de Dios, si no queremos que nos
destruya una colectiva soberbia.
¿En mi vida no hay lucha ni competitividad…? Luchar día y
noche por ser un ángel en la tierra. ¿Acaso es fácil competencia?
“¿No es demasiada mi soledad? El hombre nunca está mejor
acompañado que cuando sabe estar solo
con Dios.
¿Qué soy un santo y un héroe?... Tampoco es para tan to,
sencillamente soy un aventurero de Dios que ando buscando el tesoro escondido,
que está al alcance de todos.
¿Que mi vida no tiene problemas…? Tampoco me los busco. Bien
me guardo de comprar con mi vida trocitos de muerte.
¿Qué ando ansiando la muerte?; pero no es para bajar de esta
cruz, sino para que desclave mis manos y abrazar a mi Dios.
SOLO UN PROBLEMA TENGO, Señor, tan hondo y acuciante, que si
te lo dijera, seguro volverías a encarnarte, si con ellos pudieras contento
darme; pero su solución no depende de TI, aun siendo Dios como eres, también
los demás su buena parte tienen. Por eso aquí me tienes quemando mi vida y
dándote, lo que los demás TE quitan.
¿Qué nos has hecho libres? ¿Qué el juego tiene sus reglas?...
También existe la trampa y los hombres no saben vivir sin ella.
¿Mis hermanos piensan que los desprecio y me alejo de ellos?.
TÚ bien sabes Señor, lo cerca que estoy
y cuánto por todos TE ruego.
LA CAMPANA de nuevo le cambia el rumbo de su pensamiento.
Ahora le llama de los para el almuerzo, y con su azada al hombro vuelve de los
campos al monasterio. La penumbra del convento contrasta con el sol que ya
quema y todo lo tiene en calma.
En su celda toma el almuerzo, seguido de una breve siesta,
que para eso, mientras todos duermen por la noche, él se levanta para el rezo.
Después de la siesta cultiva el propio huerto o coge los instrumentos de
escultor y como quien trabaja para la eternidad, va sacando de un trozo de
encina la imagen del Niño Dios. A casa golpe de escoplo, se le escapa un deseo:
¡Si los hombres supiesen hacerse pequeños…! Y así va cincelando la imagen de su
deseo.
CON LA LLEGADA de la
tarde otoñal, un día más que ha muerto y al monje le queda un peldaño menos
para la eternidad y en espera de tan ansiado momento, ve, cómo se marcha
cansado el día por el horizonte a través
de su ventana. Sale de su celda para dar un paseo por las alamedas del
río que cruza el monasterio. Un libro
lleva debajo del brazo y la soledad de la mano; pero que tan poca resistencia
le hace al andar, que ni siquiera se da cuenta que no tiene con quien charlar.
Abre el libro con devoción, no es un libro de rezos, es la misma PALABRA de
Dios. Se para, no lee. El silencio tranquilo de la tarde se hace VOZ cariñosa
de Dios.
Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida
Buscad el reino de Dios
y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura.
Quien me ve a mí, ve al
Padre
Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón
Venid a mí todos los
que andáis angustiados con trabajos y cargas y yo os aliviaré.
Dad y se os dará
Yo soy el pan de la
vida
Yo soy la luz del
mundo.
¿De qué le sirve al
hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?
Yo soy la resurrección
y la vida.
Mi Padre y yo somos
uno.
Si alguno me ama,
guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en
él.
EL ALMA LE REVIENTA las entrañas y tan hondo ha entrado la VOZ de Dios, que tiene que
sentarse y darse cuenta que aún está en la tierra.
Mete la mano en el agua del río, para refrescar su frente.
Sentado y refrescado, que queda absorto en la corriente. Agua y pensamiento se
dan la mano, y así parejas corren río abajo, una hacia el mar, la otra hacia la
eternidad, sin que las detenga ni los obstáculos ni temporal: Tan fuerte es la
atracción de la naturaleza y de Dios, cuando voluntariamente no se opone
resistencia.
Dios se sienta al lado del monje y se olvida de todas las
maravillas que ha creado, al fin de cuentas, todas han salido de sus manos;
pero el amor que le tiene el monje, es de su propia cosecha, ni siquiera ÉL lo
ha sembrado, aunque bien es verdad, que si la tierra no hubiera sido regada con
SU sangre, ninguna cosecha podría germinar. ¡Misterios de tal sementera!; pero
que a Dios se le esponja el corazón, cuando uno de sus hijos LE devuelve lo que
un día, ÉL le diera sin exigirle la devolución.
Al monje también le tiembla el corazón al sentir a su Dios
tan cerca y saber que acepta de tan buen grado su poquito de sincero amor; pero
a Dios le parece mucho, porque sabe que el hombre para conseguir un grano de
AMOR , tiene que cribar mucha TIERRA.
REGRESA EL MONJE de la ribera del río a la celda del monasterio, seguido por el susurro del aire
que acaricia los cipreses del camino. Vuelve pensativo, compadeciendo a los que
viven fuera del monasterio. No quiere que todos vivan dentro. Quien no sepa encontrar en medio del mundo una
celda en su propio monasterio, habrá pasado por esta vida como la paja del
heno, sabiendo que los del mundo, en lugar de vivir su propia vida, viven novelada, real o filmada la vida de los
ajenos. A muchos les gustan los sortilegios y lo misterioso. Muy pocos se
adentran en el AMOR INFINITO del UNO en esencia y TRINO en persona. Piensan que
Dios está muy lejos, ignorando que LO tienen a tiro de pensamiento. El camino
no puede no puede ser más corto, lo hacen tan largo porque no saben hacer un
alto en el camino.
Angustiada vitalmente está la tierra porque no hay quien
levante su corazón de ella. Sangran los corazones, porque en lugar de volar,
andan arrastrando sus temores. El corazón del monje se entristece de tal forma
que en lugar de lágrimas, sangre le brota con la que regar el mundo quisiera,
sembrando espiritualidad para ver si sus hermanos recogen un loco de felicidad.
ENTRA POR EL PORTÓ del monasterio en busca de su celda, donde
le espera el sueño-ensueño que todo deseamos, sin darnos cuenta que puede ser
antesala del Cielo o del Infierno. El monje se rebela ante este último
pensamiento. Pide a Dios que desaparezca el Infierno; pero que los hombres
sepan responder en este mundo a ese misterioso privilegio.
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