Antes voy a transcribir las oraciones que hizo San Agustín, ya convertido, como lo cuenta en su libro de las confesiones.
Nos creaste para TI y
nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en TI.
El que no crea ni sienta
algo de esto, no podrá hablar con Dios, aunque Dios, como buen
Padre, seguirá deseando escucharlo cuando LE diga:
Grande eres Señor, e
inmensamente digno de alabanza; grande es tu poder y tu inteligencia
no tiene límites-
Y ahora hay aquí un
hombre que TE quiere alabar-
Un hombre que es parte de
tu creación y que, como todos, lleva siempre consigo por todas
partes su mortalidad y el testimonio de sus pecados, el testimonio de
que TÚ siempre TE resistes a la soberbia humana.
Así pues, no obstante su
miseria, ese hombre TE quiere alabar.
Y Tú lo estimulas para
que encuentre deleite en tu alabanza
Y ahora. Señor,
concédeme saber qué es primero: Si invocarte o alabarte; y si
antes de invocarte es todavía preciso conocerte.
¿Pues ¿Quién TE podría
invocar cuando no TE conoce?
Si no TE conoce bien
podría invocar a alguien que no eres TÚ
¿O será, acaso, que
nadie TE puede conocer si no TE invoca primero?
Mas por otra parte. ¿Cómo
Te podría invocar quien todavía no cree en TÍ y cómo podría
creer en TÍ si nadie TE predica?
¿Y cómo habré de
invocar a mi Dios y Señor?
Porque si lo invoco será
ciertamente para que venga a mí.
¿Pero qué lugar hay en
mí para que a mí venga Dios, ese Dios que hizo el cielo y la
tierra?
¡Señor Santo! ¿Cómo
es posible que haya en mí algo capaz de TÍ?
Porque a TÍ no pueden
contenerte ni el cielo ni la tierra que TÚ creaste. Y yo me
encuentro en ella, porque en ella me creaste.
Muchas cosas TE dije:
¿Hasta cuando Señor,
Vas a estar enojado conmigo para siempre?
Olvídate ya de nuestras
viejas iniquidades.
Todo esto lo decía San
Agustín con lagrimas de amarga contricción.
Y mientras tanto se oyó
una voz de niño o de niña, no lo sé, que desde la casa vecina
decía y repetía cantando: Toma y lee, toma y lee.
Al
punto se mudó mi ánimo y comencé a preguntarme con fija atención
si había oído alguna vez cantar a los niños por juego una letrilla
semejante.
Y
comprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté en seguida,
seguro de que en aquella voz había para mí un divino mandato de tomar el
libro y leer lo primero que vieran mis ojos. Porque de Antonio
acababa yo de oír que una lectura del Evangelio lo había amonestado
como si con palabras le hablara diciéndole:
“Anda
vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, con lo cual tendrás un
tesoro en el cielo, y luego, ven y sígueme”
Y
Antonio siguió este oráculo y se convirtió a TÏ-
Volví
al lugar en que estaba Alipio, pues allí había el libro del
Apóstol.
Lo
tomé, lo abrí y leí en silencio el capítulo en que había caído
mis ojos, decía:
“No
andéis en comilonas ni embriagueces, no en la fornicación e
impudicia, ni en contiendas y envidias; sino revestíos de nuestro
Señor Jesucristo y no os dejéis llevar de las concupiscencias de
la carne”
No
quise leer más, ni era menester, porque al terminar de leer la
última sentencia, una luz segurísima penetró en mi corazón
disipando de un golpe las tinieblas de mi dubitación.
Cerré
entonces el libro, señalando el pasaje no recuerdo si con el dedo o
con otra señal.
Cuando
se lo conté a mi madre, su exaltación fue triunfante. Y se puso a
bendecirte.
A Tí, que eres poderoso para darnos más allá de lo que alcanzamos a pedir y a entender porque claro que veía que estabas concediendo mucho más de lo que con gemidos y lágrimas acostumbraba pedirte-
Y en tal forma me convertiste a TÍ, que no busqué ya mujer y di de mano a todas las esperanzas de este mundo.
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