Nos tiramos toda la vida deseando la paz porque es sinónimo de felicidad y sin embargo, no sé cómo nos la arreglamos, el caso es que siempre estamos en guerra y, aunque algunas se declaran sin que nosotros hayamos intervenido.
En otras muchas, damos los motivos para
que se produzcan enfrentamientos dentro de una misma nación, pueblo, barrio,
familia y hasta contra uno mismo.
A veces, por defender una ideología
fundamentalista cargada de odio o revanchismo abrimos heridas ya cicatrizadas y
de esa heridas surge de nuevo la sangre y, otra vez la guerra, con razón o sin
razón; pero guerra.
Existe una maldición gitana que dice: “Pleitos tengas
y los ganes”, porque los pleitos son guerras.
Un acuerdo
justo y razonable, en el que las dos partes cedan un poco de sus derechos,
conduce a la paz, que siempre será mejor que una guerra por muy victorioso que
se salga de ella porque siempre deja
secuelas irreparables.
La peor guerra es la tenemos que librar contra
nuestros propios miedos, angustias, dificultades, contratiempos, enfermedades,
tentaciones, odios que nos llevan a una guerra sin cuartel.
Guerra por una
convivencia, a veces necesaria, impuesta
y conflictiva dentro de la familia o en el trabajo. Por lo tanto, casi siempre,
estamos añorando la paz, aunque, por desgracia, la paz verdadera sólo la
conseguiremos cuando puedan decir de nosotros (q.e.p.d.).
Pero sepamos que
aun en este mundo existe la paz si aceptamos la que nos prometió
Jesucristo cuando les dijo a sus discípulos: LA
PAZ OS DEJO; MI PAZ OS DOY, NO COMO EL
MUNDO LA DA.
Para conseguir esta paz, tendríamos que seguir los
consejos de Jesucristo, que en resumidas cuentas se trataría de saber y querer
RENUNCIAR en ciertos momentos de NUESTROS DERECHOS. Posiblemente perderíamos
una guerra; pero conseguiríamos LA
PAZ.
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