Aunque la mayoría vivimos del trabajo, del paro y de la
jubilación, es muy frecuente decir: fulano vive de la Pintura, de la
Música, del Deporte, de la POLÍTICA y muchas veces del CUENTO.
Todos estos al vivir DE su trabajo, es justo que reciban su RECOMPENSA.
Los hay que viven PARA la Ciencia, la Medicina, la Investigación, el Apostolado, los Pobres, las Misiones, etc,etc.
Como la mayoría de todos estos viven más PARA los demás, que para ellos, adquieren una cierta CATEGORÍA.
También los hay, aunque pocos, que se merecen la SUPREMA categoría porque viven de DIOS, para DIOS y los DEMÁS.
Dado los tiempos que corren, temo que muy pocos tendrán interés y paciencia para seguir leyendo
CUANDO LA NOCHE se hunde por el centro y en su fondo tenebroso
aletean la maquinación, el crimen, el dolor y la zozobra, el placer y la
muerte; en un rincón ignorado de la tierra, donde duermen la encina y
el pinar, la viña, el huertecito y el olivar, gime la campana de un
monasterio llamando a Maitines. El eco se desliza cálido por las celdas
del convento. Vestido se levanta el monje de su lecho de roble y heno.
Con la señal del amor infinito cruza su pecho. Abre la puerta que
amorosa chirría y, cubierto con la capucha, dirige sus pasos por el
embovedado claustro, que le guarece de la lluvia que está cayendo en la
fría noche de invierno. Va camino del coro. Su sitial le espera, cual
navecilla, en donde noche tras noche, se adentra en el mar misterioso de
la gracia para intercambiar con Dios plegarias y perdones. Arroja el
monje su voz al Cielo como escala a castillo roquero. Sube su canto
armonioso. Baja la gracia del Cielo y se extiende hasta donde llega el
eco de la campana con la esperanza de encontrarse de cara con el eco de
la campana de otro monasterio.
TERMINAN los Maitines sin que la noche haya salido aún del
abismo del tiempo. Repisa el monje las frías huellas del claustro,
hundiéndolas por el peso, a cuestas lleva un trozo de Cielo, al tiempo
que sus pasos las borran, tan poquito le pesa el cuerpo. En el patio del
claustro sigue lloviendo. Entra de nuevo en su celda caliente, más por
las propias vivencias, que por el fuego. Hace un duermevela hasta la
hora del alba, que tímida golpea los cristales de su ventana llamándole a
la oración. Ahora se queda en la celda y arrodillado en el duro suelo,
contempla la imagen de Dios, y como para Dios es suficiente ser limpio
de corazón para VerLe, le brota en el pecho una hoguera de amor hacia lo
eterno, que le hace ver en su justa medida todo lo temporal y
perecedero. Sigue su ruta mental hacia el Cielo y con su silencio hecho
palabra de diplomático del Cielo, gestiona el monje con Dios la
salvación de un puñado de hombres a trueque de un grano de incienso, (en
tan poco valora su vida). El humo ciega los escrutadores ojos de Dios,
que ya no puede ver maldades y a ciegas tiene que conceder perdones
(Misteriosas reglas del juego de la Gracia) ¡¡ Si cada piedra del camino
fuese un grano de incienso...!! Del Cielo le hace bajar el eco de la
campana. A Misa le llama - palabra y cosa tan depreciada y manida - pero
que al monje le suena a sentencia de muerte divina.
De nuevo dirige sus pasos a la capilla, la lluvia sigue
cayendo. Solo, sin público y sin acólito que den testimonio del
ajusticiamiento, sin prisas y como quien teje con hilos infinitos los
corporales, hace caer en ellos al Cordero. Con un Dios hecho carne se
entabla un misterioso forcejeo, y en el diálogo encarnizado va clavando
en su Dios puñales de plegarias, y en las heridas esconde los pecados
propios y ajenos. Su Dios se le marcha; pero la tierra ha quedado
sembrada de fuego, de campos de lirios, de frutos eternos. El monje se
ha realizado y queda contento porque ha hecho algo muy grande por sus
hermanos.
MÁS TARDE, un frugal desayuno ayuno alegra un poquito el
cuerpo, que no pocas veces también es buen compañero, aunque de vez en
cuando, recordando su origen rastrero, se enrosca por todo el monje
haciéndole casi caer al suelo, que el monje también es de carne y hueso.
El miedo a la caída le produce escalofríos y de ellos saca alfileres
para ir claveteando las alas de su imaginación alocada. Sereno y
reconfortado por la propia victoria, se dispone al trabajo. Así le vemos
alejarse del monasterio con su azada al hombro y el hábito de color
hueso, con paso tranquilo y sembrando rezos, porque la tierra hay que
pisarla, de vez en cuando, con santidad, que bastantes pecados tiene
enterrados dentro. Cuando llega a su trozo de campo, ya ha brotado la
primavera y en extensas praderas cabecean los trigales, mientras el
monje arranca acá y allá las malas hierbas. Al clavar su azada en la
tierra, la hunde con el deseo de que cuantos la pisen, no queden
atrapados y salten a tiempo de ella. El encorvado monje se endereza para
dar un respiro, se seca el sudor y en ese ratito de ocio no le deja su
imaginación:
“¿Soy feliz?”.. y eso.. ¿Qué es?
“Yo no disfruto de la vida: pero...¿Es que la vida tiene mayor disfrute que saberla vivir sencillamente?”
“El ser monje está anticuado” ¿En la forma...? posiblemente. En el
fondo... mientras la tierra dependa del Cielo, lo mío es de plena
vigencia.
“Es que la tierra ha llegado a su plenitud y no necesita del
Cielo...” Cuanto más plenitud, más dependencia de Dios si no queremos
que nos destruya una colectiva soberbia.
“¿Que soy un egoísta?...” No veo mayor altruismo que abonar la tierra de todos con la ceniza de la propia vida.
“¡Mi vida es estéril!.” ¿Existe esterilidad más criminal que
engendrar por pasión frutos de muerte y fertilidad más sublime que
pudrirse como semilla ignorada en la tierra...?
“Es que mi vida exige mucha renuncia...” ¡¿Cuántas renuncias hacen
los demás por conseguir una porción más grande de muerte...!?
“En mi vida no hay lucha ni competitividad...” Luchar día y noche por
ser un ángel en la tierra.. ¿Acaso es fácil competencia?
“¿No es demasiada mi soledad?” El hombre nuca está mejor acompañado que cuando sabe estar solo con Dios.
“¿Que soy un santo y un héroe?.” Tampoco es para tanto, sencillamente
soy un aventurero de Dios que ando buscando el tesoro escondido, que
está al alcance de todos.
“¡Claro que mi vida no tiene problemas...! ¡Tampoco me los busco!” Bien me guardo de comprar con mi vida trocitos de muerte.
“¿Que vivo ansiando la muerte?; pero no para bajar de esta cruz, sino para que me desclave las manos y abrazar a mi Dios.”
SOLO UN PROBLEMA TENGO, Señor, tan hondo y acuciante que si te lo
dijera, seguro volverías a encarnarte, si con ello pudiera contento
darme; pero su solución no depende de Ti aún siendo Dios como eres,
también los demás su buena parte tienen. Por eso aquí me tienes quemando
mi vida y dándoTE lo que los demás Te quitan.
“¿Que nos has hecho libres? ¿Que el juego tiene sus reglas...? También
existe la trampa y los hombres no saben vivir sin ellas...
Mis hermanos piensan que los desprecio y me alejo de ellos. Tú bien
sabes, Señor, lo cerca que estoy y cuanto por todos Te ruego.”
LA CAMPANA de nuevo le cambia el rumbo de su pensamiento. Ahora le
llama para el almuerzo, y con su azada al hombro vuelve de los campos al
monasterio. No hay más ruido que el de las cigarras. La penumbra del
convento contrasta con el sol que ya quema y todo lo tiene en calma. En
su celda toma el almuerzo, seguido de una breve siesta, que para eso,
mientras todos duermen por la noche, él se levanta para el rezo. Después
de la siesta cultiva el propio huerto o coge los instrumentos de
escultor, y como quien trabaja para la eternidad, va sacando de un trozo
de encina la imagen del Niño Dios. A cada golpe de escoplo se le escapa
un deseo: ¡Si lo hombres supiesen hacerse pequeños...! Y así va
esculpiendo la imagen de su deseo.
CON LA LLEGADA de la tarde otoñal, un día más que ha muerto y al
monje le queda un peldaño menos para la eternidad, y en espera de tan
ansiado momento, ve, cómo se marcha cansado el día por el horizonte a
través de su ventana. Sale de la celda para dar un paseo por las
alamedas del río que cruza el monasterio. Un libro lleva debajo del
brazo y la soledad de la mano; pero que tan poca resistencia le hace al
andar que ni se da cuenta que no tiene con quien charlar. Abre el libro
con devoción, no es un libro de rezos, es la misma palabra de Dios. Se
para, no lee. El silencio tranquilo de la tarde se hace voz cariñosa de
Dios:
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.”
“Buscad el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura.”
“Quien me ve a mí, ve al Padre.
“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.”
“Venid a mí todos los que andáis angustiados con trabajos y cargas y yo os aliviaré.”
“Dad y se os dará.”
“Yo soy el pan de vida.”
“Yo soy la luz del mundo.”
“¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”
“Yo soy la resurrección y la vida.”
“Mi Padre y yo somos uno.”
"Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada.”
EL ALMA LE REVIENTA las entrañas, y tan hondo ha entrado la voz
de Dios, que tiene que sentarse y darse cuenta que aún está en la
tierra. Mete la mano en el agua del río para refrescar su frente.
Sentado y refrescado, se queda absorto en la corriente. Agua y
pensamiento se dan la mano, y así parejas corren río abajo, una hacia el
mar, la otra hacia la eternidad, sin que las detengan, ni los
obstáculos ni lo temporal: Tan fuerte es la atracción de la naturaleza y
de Dios cuando voluntariamente no se opone resistencia.
Dios se sienta al lado del monje y se olvida de todas las
maravillas que ha creado, al fin de cuentas, todas han salido de sus
manos; pero el amor que Le tiene el monje, es de su propia cosecha, ni
siquiera El lo ha sembrado, aunque bien es verdad, que si la tierra no
hubiera sido regada con SU sangre, ninguna cosecha podría germinar
¡Misterios de tal sementara!, pero que a Dios se le esponja el corazón
cuando uno de sus hijos LE devuelve lo que un día EL le diera sin
exigirle la devolución. Al monje también le tiembla el corazón al sentir
a su Dios tan cerca y saber que acepta de tan buen grado, su poquito de
sincero amor; mas a Dios le parece mucho, porque sabe que el hombre,
para conseguir un grano de amor, tiene que cribar mucha tierra.
REGRESA EL MONJE de la ribera del rió a la celda del
monasterio, seguido por el susurro del aire que acaricia los cipreses
del camino. Vuelve pensativo, compadeciendo a los que viven fuera del
monasterio. No quiere que todos vivan dentro. Quien no sepa encontrar,
en medio del mundo, una celda en su propio monasterio, habrá pasado por
esta vida como la paja del heno, sabiendo que los del mundo, en lugar de
vivir su propia vida, viven, novelada, real o filmada la vida de los
ajenos. A muchos les gusta los sortilegios y lo misterioso. Muy pocos se
adentran en el amor infinito del UNO en esencia y TRINO en persona.
Piensan que Dios está muy lejos, ignorando que LO tienen a tiro de
pensamiento. El camino no puede ser más corto, lo hacen tan largo porque
no saben hacer un alto en el camino. Angustiada vitalmente está la
tierra porque no hay quien levante su corazón de ella. Sangran los
corazones, porque en lugar de volar, andan arrastrando sus temores. El
corazón del monje se entristece de tal forma que en lugar de lágrimas,
sangre le brota con la que regar el mundo quisiera, sembrando
espiritualidad para ver si sus hermanos recogen un poco de felicidad.
ENTRA POR EL PORTÓN del monasterio en busca de su celda, donde
le espera el sueño-ensueño que todos deseamos, sin darnos cuenta que
puede ser antesala de Cielo o Infierno. El monje se rebela ante este
último pensamiento. Pide a Dios que desaparezca el Infierno, pero que
los hombres sepan responder, en este mundo, ese misterioso privilegio.