Tener abundantes y deliciosos alimentos y no sólo no apetecerlos,
sino sentir repugnancia, es triste y molesto. Que se lo pregunten a los
inapetentes o enfermos.
Estar hambriento y no tener nada que echarse a la boca, debe ser
algo insufrible y morirse de hambre, cruel y espantoso.
No sentir hambre de Dios, debe ser muy placentero para muchos que
pasan por este mundo hartos de todo; pero vacíos por dentro y puede que más de
uno esté al borde de decir lo que dijo Cristina Onasis antes de suicidarse:
“Soy tan pobre, tan pobre, que sólo tengo dinero”
No se podría concebir una vida sin sentir hambre porque
perderíamos una fuente inagotable de placer para el cuerpo.
Dios así lo ha querido para nuestro bien corporal; pero no podemos
ignorar que también tenemos espíritu y si ese espíritu no desea nada y si lo
desea, no se le satisface, morirá de inanición.
Vivir sólo para lo corporal, será peor y más dificultoso que
caminar con sólo una pierna.
El cuerpo lo tocamos y, unas veces es fuente de placer que buscamos
continuamente y a lo que dedicamos el mayor tiempo de nuestra vida; pero en
otras muchas ocasiones nos produce dolor.
Al espíritu ni lo palpamos ni lo vemos; pero ahí está con sus
deseos y exigencias que, aun ignorándolo, las sufrimos porque no le damos los
alimentos que necesita y pide.
¿Qué son las angustias, los temores, los amores y desamores, las
depresiones, el aburrimiento, las obsesiones, la desesperanza, etc, etc,...?
Nada de estos males son corporales y sin embargo nos castiga el
cuerpo. Y ¿Por qué?
Sencillamente porque no sentimos hambre de Dios que es el único
que puede alimentar nuestro espíritu y, si alguna vez sentimos deseo de algo DIVINO, no le hacemos ni caso.
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